Entre las sombras aguardando
su momento acechaba la sombra de un hombre robusto que conocía a la perfección
su negocio. Su nombre era Jesús y desde muy joven le habían sido revelados los
misterios de los más grandes ladrones de la Ciudad de México.
Uno de esos secretos
consistía en observar detenidamente las moradas que iba a saquear. Al principio
una discreta mirada, que le pudiese proporcionar algún indicio de opulencia,
las puertas y las ventanas eran excelentes indicadores, de que en las casas
elegidas existían numerosos objetos de valor.
Por las cortinas y fachadas
se conocía en gran parte la condición de los dueños.
E incluso algunas veces tras
el descuido de los moradores, se podía observar de reojo algunas de las
maravillas que esperaban a los osados ladrones que se atreviesen a traspasar la
ley y las puertas que separaban la intimidad de las casas y de sus habitantes
del terror diario de las ciudades.
Jesús era uno de estos
terrores, que aguardaba sabiamente.
Y que después de un coqueteo
preliminar se acercaba discretamente hasta las puertas, las tocaba cómo si
tocase dulcemente a su amante, y tras descubrir sus mecanismos, marcaba los
picaportes elegidos, los marcaba casi siempre con tiza negra. Los dejaba así
días incluso algunas ocasiones las marcas duraban semanas, ello con el objetivo
de verificar sí los dueños acudían a sus casas y con ello deducir el horario en
que lo hacían.
Tras la espera Jesús
procedía a anotar en una pequeña libreta los resultados de sus observaciones,
elaboraba horarios y especificaciones, sobre las construcciones, cómo posibles
salidas de emergencia en caso de que la puerta principal estuviese ocupada. La
mayoría de las veces se bastaba de los amplios bolsillos de su abrigo para
recuperar las cosas de valor que encontraba a su paso.
Solamente en dos ocasiones
de los 20 años empleados en las artesanías delictivas, lo habían encontrado con
las manos en las cosas. En aquella primera ocasión contaba apenas con 14 años
de vida y era tan solo un aprendiz. Su edad sin embargo, no fue un obstáculo
para que los habitantes de una casa casi terminaran con su vida al descubrirlo
con las manos en el costal lleno de sus pertenencias.
El costo fue alto, casi un
año tirado a la basura en el tutelar de menores, que también le significó una
grata y profunda amistad con una de las guardias del centro. Ella lo reinsertó
a la vida, porque le enseñó todo lo que sabía: cómo forzar una cerradura, cómo
desconectar los aparatos de vigilancia, cómo no ser detectado por los aquellos
brutales vigilantes, incluyendo por supuesto a perros y cualquier otro tipo de
animales –a veces, las casas tenían animales exóticos como serpientes o
dragones de cómodo, en alguna ocasión casi fue descubierto por culpa de un
pato, lo había considerado como una figura decorativa del jardín, pero en el
momento justo de salir con el valioso tesoro el maldito pato graznó y con él
varios patos más; por suerte, en aquella ocasión llevaba automóvil y como
cualquier persona podría suponer lo que pasa en aquellas veces, los vigilantes
de casa salieron disparados, suponiendo que aquel usurpador de su tranquilidad
se encontraba huyendo y no precisamente a un lado de la entrada-.
La segunda ocasión en que
fue descubierto tuvo que abandonar el botín de manera imprevista, lo escondió
en el closet de una recámara para visitas, en la casa del vecino que entonces asaltaba y
al ser investigado este honesto, respetable y buen ciudadano por la policía, fue
entonces que Jesús se limitó a regresar a la casa una vez por la madrugada,
vestido de ese peculiar y pulcro anaranjado, y con el paso desganado, juntando
apenas unas cuantas basuras, entró por una alcantarilla, pasó por una ventana,
rebasó una sala de muebles anticuados, tomó lo que le correspondía… otro poco
más y salió a recibir el alba, que mostró el deseo melancólico por
transformarse en un abrasador día veraniego sin clemencia.
Ahora se encontraba
escudriñando una casa a punto de ser asaltada, desnudaba con la mirada cada
parte de la estructura del edificio, imaginaba todas las posibles rutas de
escape, pero se mantenía firme en su elección de salir por la puerta de
enfrente.
Caminó, tocó el timbre y de
inmediato se anunció como el técnico del sistema de cable, zapatos color café,
pantalón azul, camisa blanca, cinturón negro, cabello corto, con lentes para
sol y una singular gorra negra. Justo en ese preciso momento desde un de los
cuartos, alguien anunciaba salida de casa, era una voz joven y varonil.
Le mostraron a avería que
debía solucionar –por supuesto él ya sabía exactamente qué cables se
encontraban mal conectados y lo que hacía falta; en ese preciso instante Jesús
llamó al servicio de cable para anunciar un desperfecto para el número de
contrato 345768219900, colgó-.
Después de 15 min –lo
suficiente para que no fuera supervisado por los dueños de la casa- intercambió
lo necesario de la mesa y bajó las
escaleras que conducían a la sala, explicó el desperfecto que encontró y su
incapacidad para solucionarlo él mismo, no obstante anunció la llegada de otro
técnico que cumpliría con el trabajo, se despidió de la casa y se dirigió a la
entrada.
Lo había meditado
considerablemente y entonces eligió -se abría la puerta- había elegido tomar el
Ferrari. Sacó las llaves y procedió a desprenderse del overol que escondía los
pantalones y la camisa. Utilizó el control para abrir la puerta principal al
momento que llegaba una camioneta del verdadero servicio de cable.
Algunos minutos después, los
dueños de la casa se dieron cuenta del truco y corrieron al cuarto donde había
“trabajado” Jesús, sobre la mesa únicamente encontraron un paliacate rojo y
encima de este, una grabadora con una voz que anunciaba “Saldré de la casa en
unos momentos”. Y de ahí al garaje, donde encontraron las placas y dispositivos
de seguridad del Ferrari, además, sí, además, encontraron un… bueno, a su pato
disecado.
Luego, pasados los días,
mientras Jesús terminaba de cargar gasolina y tomaba por la carretera rumbo al
norte, pensaba que su firma, el paliacate, era una clara muestra de su pedantería,
pero al mismo tiempo se reconfortaba pensando en que su paliacate, al estar
vacío, era un recordatorio de que nada valioso se llevaba, por supuesto, a lo
mejor, solamente él lo pensaba así, porque, quién sabe si en ese objeto
también, tal vez, estarían “redimidos” una parte de sus pecados.
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