¿Por qué escribir?

¿Por qué escribir? ¿por qué?

Escribir para expresar tus ideas, para reflejar tú individualidad, escribir para trascender en el tiempo, para dejar constancia de tu existencia, escribir para evitar que el fuego te queme por dentro y convierta todo en cenizas precederás que se esfuman cuando llega el viento.


Escribir como un arrebato, como ese grito que no siempre se puede expresar, y que si se puede, luego se convierte en algo más. Como quien escribe sobre una servilleta y luego la abandona al viento o para otro uso práctico.

Escribir para vencer a la muerte. Escribir porque somos demasiado jóvenes como para resistir la agonía del adiós y la dicha del anhelo.


Escribir como auxilio, como objeto sagrado, para ahuyentar todas esas sombras que danzan en torno nuestro y no respetan hora.


Escribir por la conformidad o la inconformidad que te despierta este mundo, pero expresar una y otra vez, las ideas del amor del deseo, vivir para escribir, para encontrar ese algo que te haga despertar cada mañana.


Para encontrarte a ti mismo, para reencontrarte con alguien más, para dejar de mirar espaldas de personas que se van, para perseguir las ensoñaciones del mundo que se erige con letras.

Escribir también como muestra de que también eres uno más al lado de tantos y tantos escritores que escriben y que tampoco se guardan.

Y al mismo tiempo guardarse para sí mismos cosas que solo se expresan con las letras, escribir por la adicción a hacerlo.

Escribir acaso para ser los pies en otro planeta.

martes, 29 de abril de 2014

El viejo

La tarde caía sobre la ciudad, mientras el viejo Ignacio se levantaba con una resaca de los mil diablos, su cabeza retumbaba como si en ella habitase una banda con mil tambores.

Sus parpados caían pesadamente tratando inútilmente de cerrarse sobre sus ojos que buscaban desesperadamente alguna fuente de refrescante agua, para sopesar el delirio de su boca que se hallaba desértica, mientras su lengua rasposa se encontraba con sus mejillas lacerantes, como si se tratase de una lija que se frota contra la madera, incluso la comisura de sus labios se hallaba herida por la deshidratación.

Su cuerpo pedía agua pero su mente pensaba en un trago de refrescante cerveza, hace tiempo que no pasaba más de 20 minutos sin una copa en la mano.  Siempre guardaba en algún lugar de su cuarto una pequeña garrafa con algo de licor que le servía de compañía en su solitaria existencia. Ocasionalmente salía de su soponcio, cuando era preciso ganarse un par de monedas y comprar cerveza o mezcal.

Pero esa tarde no había que beber, por ningún rincón de su cuarto, en donde solo se apilaban un montón de botellas vacías.

Al darse cuenta de su cruel realidad ansioso salió corriendo buscando quien le diera un par de monedas que le permitieran comprar algún bálsamo que hiciera más llevadera su existencia, pero todo le parecía ajeno, las paredes, las puertas, las personas.

Había salido por un momento de su pequeña prisión y ya nada era igual, las personas que lo saludaban por la calle lo conocían incluso le hacían preguntas sobre cómo se encontraba, y al darse cuenta de su confusión le explicaban pacientemente en ocasiones, quienes eran. Ignacio conocía todos esos nombres y todas esas anécdotas, pero no reconocía los rostros de esas personas.

Incluso al pasar al lado de un auto miro su rostro reflejado en uno de los vidrios y tampoco pudo reconocerse, se sentía ajeno a su sobriedad.

Necesitaba un trago.

Hacia las 10 pm fue con paso decidido y vestido de elegante etiqueta, al lugar donde solía dormir los camaradas de juerga –de camino, observó cómo varios niños le arrebataban de las manos unas cuantas monedas al más pequeño de la bola, Ignacio se acercó y logró expropiar siete pesos, sonrió al pequeño a quien  habían arrebatado su pequeña fortuna, le revolvió los cabellos con su manaza, le colocó un peso en el bolsillo y continuo su viaje apenas un poco más feliz que antes-. Al llegar a su meta, dos grandes ojos de pupilita plateada le observaban, esto reanimó a Ignacio, que tomó rumbo a “Lontananza”, la vinatería de la colonia.

Mientras -pensaba en ese exquisito elixir, en el correr fresco del alcohol por la garganta, en la discreta garrafa incolora con alma noble que era su fiel compañera, la presente en la ronda de los amigos que los hacía discutir sin llegar a los golpes, ella, la forma más sincera de conocer a los humanos-, escuchaba por los lados la voz de gente que al le dirigía un saludo porque al parecer le conocía, siempre con esa risilla estúpida, como si no supieran que él pensaba que ellos suponían que era un brillante doctor de alguna Universidad foránea solamente por llevar traje y no porque una ligera curvatura de su columna mostraba sus problemas con los riñones y el hígado, además de ser el simpático borrachín que hacía amistad con sus hijos siempre que se escapaban de sus escuelas. Llegó, compró el vino, pagó y su espíritu se tranquilizó. Detestaba que lo llamarán doctor o peor aún, profesor.

En varias ocasiones el viejo se ponía a escribir su vida en versos. Un día, cuando trataba de ensayar algunas oraciones, porque los efectos del alcohol casi habían salido de su cabeza, declamaba en voz alta al tiempo que colocaba su sombrero en el piso:

Vos sos el
Humo del cigarro
Que se eleva y
 Se impregna
Más allá –del tiempo…


Patético –se dijo- tomó su sombrero del suelo, en dónde observó dos pesos y una chica con los ojos de plato observándolo fijamente. Alcanzó a escupir un “gracias” al tiempo que su mirada se tornaba lacrimosa. Y se perdió entre las callejuelas del arrabal, resonando de borde en borde, de puerta en puerta.

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